quinta-feira, 18 de dezembro de 2008

PROFETA, SACERDOTE Y REY

En la revelación de Cristo el Salvador, éste se nos manifiesta en sus tres oficios: profeta, sacerdote y rey.

En los días de Moisés, se escribió de Cristo en tanto que profeta: "Les suscitaré un Profeta de entre sus hermanos, como tú, y pondré mis palabras en su boca. Y él les hablará todo lo que yo le mande. Y al que no escuche mis palabras que ese Profeta hable en mi Nombre, yo le pediré cuenta". (Deut. 18:18 y 19). Esta idea sigue presente a lo largo de las Escrituras, hasta su venida.
En tanto que sacerdote, en los días de David se escribió de Cristo: "Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melchisedech" (Sal. 110:4). Esa idea continúa asimismo presente en las Escrituras, no solamente hasta su venida, sino hasta después de ella.

Y de Cristo en tanto que rey, se escribió en tiempos de David: "Yo empero he puesto [ungido] mi rey sobre Sión, monte de mi santidad" (Sal. 2:6). Y esa noción perduró igualmente en las Escrituras posteriores, hasta su venida, después de ella, y hasta el mismo fin del sagrado Libro.
De manera que las Escrituras presentan claramente a Cristo en los tres oficios: profeta, sacerdote y rey.

Esta triple verdad es ampliamente reconocida por todos cuantos están familiarizados con las Escrituras; pero en relación con ella, hay una verdad que no resulta ser tan bien conocida: que Cristo no es las tres cosas a la vez. Los tres oficios son sucesivos. Primeramente es profeta, después es sacerdote, y luego rey.

Fue "el profeta" cuando vino al mundo como maestro enviado por Dios, el Verbo hecho carne y morando entre nosotros, "lleno de gracia y de verdad" (Hech. 3:19-23). Pero entonces no era sacerdote, ni lo hubiera sido de haber permanecido en la tierra, ya que está escrito: "si estuviese sobre la tierra, ni aun sería sacerdote" (Heb. 8:4). Pero habiendo terminado la labor en su obra profética sobre la tierra, y habiendo ascendido al cielo a la diestra del trono de Dios, es ahora y allí nuestro "sumo sacerdote", quien está "viviendo siempre para interceder por ellos [nosotros]", y leemos: "él edificará el templo de Jehová, y él llevará gloria, y se sentará y dominará en su trono, y será sacerdote en su solio; y consejo de paz será entre ambos a dos" (Zac. 6:12 y 13).

De igual manera que no era sacerdote mientras estaba en la tierra como profeta, ahora tampoco es rey en el cielo a la vez que sacerdote. Es cierto que reina, en el sentido y en el hecho de que está sentado en el trono del Padre, siendo así el sacerdote real y el rey sacerdotal según el orden de Melchisedech, quien, aunque sacerdote del Dios Altísimo, era también rey de Salem, o sea, rey de paz (Heb. 7:1 y 2). Pero ése no es el oficio de rey ni el trono al que se refiere y contempla la profecía y la promesa, cuando hace mención de su función específica de rey.

La función específica de rey a que hacen referencia la profecía y la promesa, consiste en que él reinará sobre "el trono de David su padre", perpetuando el reino de Dios en la tierra. Ese oficio real es la restauración de la perpetuidad de la diadema, corona y trono de David, en Cristo. La diadema, corona y trono de David fueron interrumpidos cuando, a causa de la profanación y maldad del pueblo de Judá e Israel, éstos fueron llevados cautivos a Babilonia, momento en el que se hizo la declaración: "Y tú, profano e impío príncipe de Israel, cuyo día vino en el tiempo de la consumación de la maldad; así ha dicho el Señor Jehová: Depón la tiara, quita la corona: ésta no será más ésta: al bajo alzaré, y al alto abatiré. Del revés, del revés, del revés la tornaré; y no será ésta más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y se la entregaré" (Eze. 21:25-27).
De esa forma y en ese tiempo, el trono, corona y diadema del reino de David, quedaron interrumpidos "hasta que venga aquel cuyo es el derecho", momento en el que le serán entregados. Y Aquel que posee el derecho no es otro que Cristo, "el hijo de David". Y ese "hasta que venga", no es su primera venida, en su humillación, como varón de dolores, experimentado en quebranto; sino su segunda venida, cuando venga en su gloria como "Rey de reyes y Señor de señores", cuando su reino desmenuce y consuma todos los reinos de la tierra, ocupe ésta en su totalidad, y permanezca para siempre.

Es cierto que cuando el bebé de Belén nació al mundo, nos nació un rey, y fue y ha sido ya rey para siempre, y por derecho propio. Pero es igualmente cierto que ese oficio real, diadema, corona y trono de la profecía y de la promesa, no los tomó entonces, ni los ha tomado todavía, ni los tomará hasta que venga otra vez. Será entonces cuando tome sobre sí mismo el poder en la tierra, y reinará plena y verdaderamente en todo el esplendor de su gloria y función regia. Porque en las Escrituras se especifica que después que "el Juez se sentó, y los libros se abrieron", "he aquí... como un hijo de hombre que venía, y llegó hasta el Anciano de grande edad... y fuéle dado señorío, y gloria, y reino; y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su señorío, señorío eterno, que no será transitorio, y su reino que no se corromperá" (Dan. 7:13 y 14). Es entonces cuando poseerá verdaderamente "el trono de David su padre: y reinará en la casa de Jacob por siempre; y de su reino no habrá fin" (Luc. 1:32 y 33).

Resulta pues evidente por la consideración de las Escrituras -de la promesa y de la profecía- en relación con sus tres oficios de profeta, sacerdote y rey, que se trata de oficios sucesivos. No son simultáneos, no ocurren al mismo tiempo. Ni siquiera dos de los tres. Primeramente vino como profeta. Actualmente es el sacerdote. Y será el rey cuando regrese. Terminó su obra como profeta antes de ser sacerdote, y terminará su obra como sacerdote antes de venir como rey.
Y debemos considerarlo precisamente de la forma en que fue, es y será.

Dicho de otro modo: cuando estuvo en el mundo en tanto que profeta, así es como se lo debía considerar. Así es también como debemos contemplarlo nosotros en aquel período. En aquel momento no debían -ni debemos- considerarlo como sacerdote. No como sacerdote durante ese período, por la sencilla razón de que no era sacerdote mientras estuvo en la tierra.

Pero pasada esa fase, se hizo sacerdote. Es lo que ahora es. Es tan ciertamente sacerdote en la actualidad, como fue profeta cuando estuvo en la tierra. Y en su oficio y obra de sacerdote debemos considerarlo tan ciertamente, tan cuidadosa y continuamente en tanto que tal sacerdote, como debían y debemos considerarlo en su oficio de profeta mientras estuvo en la tierra.

Cuando vuelva de nuevo en su gloria y en la majestad de su reino en el trono de David su padre, entonces lo consideraremos como rey, que es lo que en toda justicia será. Pero no es hasta entonces cuando podremos considerarle verdaderamente en su oficio real, en el pleno sentido de lo que implica su realeza.

En tanto que rey, podemos hoy contemplarlo solamente como aquello que va a ser. En tanto que profeta, como lo que ya fue. Pero en su sacerdocio, debemos hoy considerarlo como lo que es ahora, ya que eso es exactamente lo que es. Es el único oficio en el que se manifiesta actualmente; y es ese precisamente, y no otro, el oficio en el que podemos considerar su obra y persona.

No es simplemente que esos tres oficios de profeta, sacerdote y rey sean sucesivos, sino que además lo son con un propósito. Y con un propósito vinculado a ese preciso orden de sucesión en que se dan: profeta, sacerdote y rey. Su función como profeta fue preparatoria y esencial para su función como sacerdote. Y sus funciones de profeta y sacerdote, en ese orden, son preparatorias para su función de rey.

Es esencial que lo consideremos en sus oficios por el debido orden.
Debemos contemplarlo en su papel de profeta, no solamente a fin de poder aprender de quien se dijo: "nunca ha hablado hombre así como este hombre", sino también para que podamos comprenderlo adecuadamente en su oficio de sacerdote.

Y debemos considerarlo en su oficio de sacerdote, no solamente para que podamos recibir el infinito beneficio de su sacerdocio, sino también a fin de estar preparados para lo que hemos de ser. Porque está escrito: "serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años" (Apoc. 20:6).

Y habiéndolo considerado en su oficio de profeta en preparación para considerarlo apropiadamente en su oficio de sacerdote, es esencial que lo consideremos en su oficio de sacerdote a fin de estar capacitados para apreciarlo como rey; esto es, para poder estar allí, reinando con él. Se afirma de nosotros: "tomarán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino hasta el siglo, y hasta el siglo de los siglos", y "y reinarán para siempre jamás" (Dan. 7:18; Apoc. 22:5).

Dado que el sacerdocio es precisamente el oficio y obra de Cristo, y que desde su ascensión al cielo ha venido siendo así, Cristo en su sacerdocio es el supremo motivo de estudio para todos, especialmente para los cristianos.

UN SACERDOTE TAL

"Así que, la suma acerca de lo dicho es: Tenemos tal pontífice que se asentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; Ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre" (Heb. 8:1 y 2).

Esta es "la suma" o esencia del sumo sacerdocio de Cristo, tal como presentan los primeros siete capítulos de Hebreos. Dicha "suma" o conclusión no es simplemente el hecho de que tengamos un sumo sacerdote, sino específicamente que tenemos un tal sumo sacerdote. "Tal" significa "de cierta clase o tipo", "de unas características tales", "que es como se ha mencionado o especificado previamente, no diferente o de otro tipo".

Es decir, en lo que precede (los primeros siete capítulos de la epístola a los Hebreos) debe haber especificado ciertas cosas en relación con Cristo en tanto que sumo sacerdote, ciertas calificaciones por las que fue constituido sumo sacerdote, o ciertas cosas que le conciernen como sumo sacerdote, que quedan asumidas en esta afirmación: "Así que, la suma acerca de lo dicho es: Tenemos un tal sumo sacerdote".

Para comprender esta escritura, para captar el verdadero alcance e implicaciones de tener "un sumo sacerdote tal", es pues necesario examinar las partes anteriores de la epístola. La totalidad del capítulo séptimo está dedicada al estudio de ese sacerdocio. El capítulo sexto concluye con la idea de su sacerdocio. El quinto está dedicado casi íntegramente a lo mismo. El cuarto termina con él; y el cuarto capítulo no es sino una continuación del tercero, que empieza con una exhortación a "considerar el Apóstol y Pontífice [sumo sacerdote] de nuestra profesión, Cristo Jesús". Y eso, como conclusión de lo que se ha expuesto con anterioridad. El segundo capítulo termina con la idea de Cristo en tanto que "misericordioso y fiel Pontífice", y una vez más, también a modo de conclusión de cuanto lo ha precedido en los primeros dos capítulos, ya que aunque haya dos capítulos, el tema es el mismo.

Lo comentado muestra claramente que por sobre cualquier otro, el gran tema de los primeros siete capítulos de Hebreos es el sacerdocio de Cristo; y que las verdades allí enunciadas, sea en una u otra forma, no son más que diferentes presentaciones de la misma gran verdad de su sacerdocio, resumido todo ello en las palabras: "tenemos tal pontífice".

Por lo tanto, habiendo descubierto la verdadera importancia y trascendencia de la expresión "tenemos tal pontífice", lo que procede es comenzar desde el mismo principio, desde las primeras palabras del libro de Hebreos, y mantener presente la idea hasta llegar a "la suma acerca de lo dicho", fijando siempre la atención en que el pensamiento central de todo cuanto se presenta es "tal pontífice", y que en todo cuanto se dice, el gran propósito es mostrar a la humanidad que "tenemos un sumo sacerdote tal". Por plenas y ricas que puedan ser las verdades en sí mismas en relación con Cristo, hay que mantener siempre en la mente que esas verdades allí expresadas tienen por objetivo final el mostrar que "tenemos tal pontífice". Y estudiando esas verdades tal como se nos presentan en la epístola, deben considerarse como subordinadas o tributarias a la gran verdad que se define como "la suma acerca de lo dicho": que "tenemos tal pontífice".

En el segundo capítulo de Hebreos, como conclusión del argumento presentado, leemos: "Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel pontífice en lo que es para con Dios". Aquí se establece que la condescendencia de Cristo, el hacerse semejante a la humanidad, el ser hecho carne y sangre y morar entre los hombres, fueron necesarios a fin de poder "venir a ser misericordioso y fiel pontífice". Ahora bien, para poder apreciar la magnitud de su condescendencia y cuál es el significado real de su estar en la carne, como hijo de hombre y como hombre, es necesario primeramente saber cuál fue la magnitud de su exaltación como hijo de Dios y como Dios, y ese es el tema del primer capítulo.

La condescendencia de Cristo, su posición y su naturaleza al ser hecho carne en esta tierra, nos son reveladas en el segundo capítulo de Hebreos más plenamente que en cualquier otra parte de las Escrituras. Pero eso sucede en el segundo capítulo. El primero le precede. Por lo tanto, la verdad o tema del capítulo primero, es imprescindiblemente necesaria para el segundo. Debe comprenderse plenamente el primer capítulo para poder captar la verdad y concepto expuestos en el segundo.

En el primer capítulo de Hebreos, la exaltación, la posición y la naturaleza de Cristo tal cuales eran en el cielo, antes de que viniese al mundo, nos son dadas con mayor plenitud que en cualquier otra parte de la Biblia. De lo anterior se deduce que la comprensión de la posición y la naturaleza de Cristo tal como eran en el cielo, resulta esencial para comprender su posición y naturaleza tal como fue en la tierra. Y puesto que "debía ser en todo" tal cual fue en la tierra, "para venir a ser misericordioso y fiel pontífice", es esencial conocerlo tal cual fue en el cielo. Esto es así ya que una cosa precede a la otra, constituyendo, por lo tanto, parte esencial de la evidencia que resume la expresión "tenemos tal sumo sacerdote".

CRISTO : DIOS

¿Cuál es, pues, la consideración con respecto a Cristo, en el primer capítulo de Hebreos?
Primeramente se presenta a "Dios" el Padre como quien habla al hombre. Como Aquel que habló "en otro tiempo a los padres, por los profetas", y como el que "en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo".

Así nos es presentado Cristo, el Hijo de Dios. Luego se dice de Cristo y del Padre: "al cual [el Padre] constituyó heredero de todo, por el cual [el Padre, por medio de Cristo] asimismo hizo el universo". Así, previamente a su presentación, y a nuestra consideración como sumo sacerdote, Cristo el Hijo de Dios se nos presenta siendo con Dios el creador, y como el Verbo o Palabra activa y vivificante: "por el cual, asimismo, hizo el universo".

A continuación, del propio Hijo de Dios, leemos: "el cual, siendo el resplandor de su gloria [la de Dios], y la misma imagen de su sustancia [la sustancia de Dios], y sustentando todas las cosas con la palabra de su potencia, habiendo hecho la purgación de nuestros pecados por sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas".

La conclusión es que en el cielo, la naturaleza de Cristo era la naturaleza de Dios. Que él, en su persona, en su sustancia, es la misma imagen, el mismo carácter de la sustancia de Dios. Equivale a decir que en el cielo, de la forma en que existía antes de venir a este mundo, la naturaleza de Cristo era la naturaleza de Dios en su misma sustancia.

Por tanto, se dice de él posteriormente que "hecho tanto más excelente que los ángeles, cuanto alcanzó por herencia más excelente nombre que ellos". Ese nombre más excelente es el nombre "Dios", que en el versículo octavo el Padre da al Hijo: "(mas al Hijo): tu trono, oh Dios, por el siglo de siglo".

Así, es tanto mas excelente que los ángeles, cuanto lo es Dios en comparación con ellos. Y es por eso que él tiene más excelente nombre. Nombre que no expresa otra cosa que lo que él es, en su misma naturaleza.

Y ese nombre lo tiene "por herencia". No es un nombre que le sea otorgado, sino que lo hereda.
Está en la naturaleza de las cosas, como verdad eterna, que el único nombre que una persona puede heredar es el nombre de su padre. Ese nombre de Cristo, ese que es más excelente que los ángeles, no es otro que el de su Padre, y el nombre de su Padre es Dios. El nombre del Hijo, por lo tanto, el que le pertenece por herencia, es Dios. Y ese nombre, que es más excelente que el de los ángeles, le es apropiado, ya que él es "tanto más excelente que los ángeles". Ese nombre es Dios, y es "tanto más excelente que los ángeles" como lo es Dios con respecto a ellos.

A continuación se pasa a considerar su posición y naturaleza, tanto más excelente que la de los ángeles: "Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú, hoy yo te he engendrado? Y otra vez: Yo seré a él Padre, y él me será a mí Hijo?" Eso abunda en el concepto referido en el versículo anterior, a propósito de su nombre más excelente; ya que él, siendo el Hijo de Dios -siendo Dios su Padre- lleva "por herencia" el nombre de su Padre, que es Dios: y en cuanto que sea tanto más excelente que el nombre de los ángeles, lo es en la medida en que Dios lo es más que ellos.

Se insiste todavía más, en términos como estos: "Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en la tierra, dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios". Así, es tanto más excelente que los ángeles cuanto que es adorado por ellos, y esto último, por expresa voluntad divina, debido a que en su naturaleza, él es Dios.

Nuevamente se abunda en el marcado contraste entre Cristo y los ángeles: "Y ciertamente de los ángeles dice: El que hace a sus ángeles espíritus, y a sus ministros llama de fuego. Mas al Hijo: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo".

Y continúa: "Vara de equidad la vara de tu reino; has amado la justicia y aborrecido la maldad; por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros".

Dice el Padre, hablando del Hijo: "Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obras de tus manos. Ellos perecerán, mas tú eres permanente; y todos ellos se envejecerán como una vestidura; y como un vestido los envolverás, y serán mudados; empero tú eres el mismo, y tus años no acabarán".

Nótense los contrastes, y entiéndase en ellos la naturaleza de Cristo. Los cielos perecerán, mas él permanece. Los cielos envejecerán, pero sus años no acabarán. Los cielos serán mudados, pero él es el mismo. Eso demuestra que él es Dios: de la naturaleza de Dios.

Aún más contrastes entre Cristo y los ángeles: "¿A cuál de los ángeles dijo jamás: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? ¿No son todos espíritus administradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de salud?"
Así, en el primer capítulo de Hebreos, se revela a Cristo como más exaltado que los ángeles, como Dios. Y como tanto más exaltado que los ángeles como lo es Dios, por la razón de que él es Dios.

Es presentado como Dios, del nombre de Dios, porque es de la naturaleza de Dios. Y su naturaleza es tan enteramente la de Dios, que es la misma imagen de la sustancia de Dios.
Tal es Cristo el Salvador, espíritu de espíritu, y sustancia de sustancia de Dios.
Y es esencial reconocer eso en el primer capítulo de Hebreos, a fin de comprender cuál es su naturaleza como hombre, en el segundo capítulo.

CRISTO: HOMBRE

La identidad de Cristo con Dios, tal como se nos presenta en el primer capítulo de Hebreos, no es sino una introducción que tiene por objeto establecer su identidad con el hombre, tal como se presenta en el segundo.

Su semejanza con Dios, expresada en el primer capítulo de Hebreos, es la única base para la verdadera comprensión de su semejanza con el hombre, tal como se presenta en el segundo capítulo.

Y esa semejanza con Dios, presentada en el primer capítulo de Hebreos, es semejanza, no en el sentido de una simple imagen o representación, sino que es semejanza en el sentido de ser realmente como él en la misma naturaleza, la "misma imagen de su sustancia", espíritu de espíritu, sustancia de sustancia de Dios.

Se nos presenta lo anterior como condición previa para que podamos comprender su semejanza con el hombre. Es decir: a partir de eso debemos comprender que su semejanza con el hombre no lo es simplemente en la forma, imagen o representación, sino en naturaleza, en la misma sustancia. De no ser así, todo el primer capítulo de Hebreos, con su detallada información, sería al respecto carente de significado y fuera de lugar.

¿Cuál es, pues, esta verdad de Cristo hecho en semejanza de hombre, según el segundo capítulo de Hebreos?

Manteniendo presente la idea principal del primer capítulo, y los primeros cuatro versículos del segundo -los que se refieren a Cristo en contraste con los ángeles: más exaltado que ellos, como Dios-, leemos el quinto versículo del segundo capítulo, donde comienza el contraste de Cristo con los ángeles: un poco menor que los ángeles, como hombre.

Así, leemos: "Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, del cual hablamos. Testificó empero uno en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre, que te acuerdas de él? ¿O el hijo del hombre, que lo visitas? Tú le hiciste un poco menor que los ángeles, coronástelo de gloria y de honra, y pusístele sobre las obras de tus manos; todas las cosas sujetaste debajo de sus pies. Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él; mas aún no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Empero vemos [a Jesús]".

Equivale a decir: Dios no ha puesto el mundo venidero en sujeción a los ángeles, sino que lo ha puesto en sujeción al hombre. Pero no el hombre al que originalmente se puso en sujeción, ya que aunque entonces fue así, hoy no vemos tal cosa. El hombre perdió su dominio, y en lugar de tener todas las cosas sujetas bajo sus pies, él mismo está ahora sujeto a la muerte. Y eso por la única razón de que está sujeto al pecado. "El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los hombres, pues que todos pecaron" (Rom. 5:12). Está en sujeción a la muerte porque está en sujeción al pecado, ya que la muerte no es otra cosa que la paga del pecado.

Sin embargo, sigue siendo eternamente cierto que no sujetó el mundo venidero a los ángeles sino al hombre, y ahora Jesucristo es el hombre.

Es cierto que actualmente no vemos que las cosas estén sometidas al hombre. En verdad, se perdió el señorío sobre todas las cosas dadas a ese hombre particular. Sin embargo, "vemos... a aquel Jesús", como hombre, viniendo a recuperar el señorío primero. "Vemos... a aquel Jesús", como hombre, viniendo para "que todas las cosas le sean sujetas".

El hombre fue el primer Adán: ese otro Hombre es el postrer Adán. El primero fue hecho un poco menor que los ángeles. Al postrero –Jesús- lo vemos también "hecho un poco menor que los ángeles".

El primer hombre no permaneció en la situación en la que fue hecho -"menor que los ángeles"-. Perdió eso y descendió todavía más, quedando sujeto al pecado, y en ello sujeto a padecimiento; el padecimiento de muerte.

Y al postrer Adán lo vemos en el mismo lugar, en la misma condición: "...vemos... por el padecimiento de muerte, a aquel Jesús que es hecho un poco menor que los ángeles". Y "el que santifica y los santificados, DE UNO son todos".

El que santifica es Jesús. Los que son santificados son personas de todas las naciones, reinos, lenguas y pueblos. Y un hombre santificado, en una nación, reino, lengua o pueblo, constituye la demostración divina de que toda alma de esa nación, reino, lengua o pueblo, hubiese podido ser santificada. Y Jesús, habiéndose hecho uno de ellos para poder llevarlos a la gloria, demuestra que es juntamente uno con la humanidad. Él como hombre, y los hombres mismos, "de uno son todos: por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos".

Por lo tanto, de igual forma que en el cielo, como Dios, era más exaltado que los ángeles; en la tierra, como hombre, fue menor que los ángeles. De igual manera que cuando fue más exaltado que los ángeles, como Dios, él y Dios eran de uno, así también cuando estuvo en la tierra, siendo menor que los ángeles, como hombre, él y el hombre son "de uno". Es decir, precisamente de igual modo que Jesús y Dios son de uno por lo que respecta a Dios -de un Espíritu, de una naturaleza, de una sustancia-, por lo que respecta al hombre, Cristo y el hombre son "de uno": de una carne, de una naturaleza, de una sustancia.

La semejanza de Cristo con Dios, y la semejanza de Cristo con el hombre, lo son en sustancia, tanto como en forma. De otra manera, no tendría sentido el primer capítulo de Hebreos, en tanto que introducción del segundo. Carecería de sentido la antítesis presentada entre ambos capítulos. El primer capítulo resultaría vacío de contenido, fuera de lugar, en tanto que introducción del siguiente.

ÉL TAMBIÉN PARTICIPÓ DE LO MISMO

El primer capítulo de Hebreos muestra que la semejanza de Cristo con Dios no lo es simplemente en la forma o representación, sino también en la propia sustancia; y el segundo capítulo revela con la misma claridad que su semejanza con el hombre no lo es simplemente en la forma o representación, sino en la sustancia misma. Es semejanza con los hombres, tal como éstos son en todo respecto, exactamente tal como son. Por lo tanto, está escrito: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios... y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros" (Juan 1:1-14).

Y que eso se refiere a semejanza al hombre tal como éste es en su naturaleza caída –pecaminosa- y no tal como fue en su naturaleza original –impecable-, se constata en el texto: "vemos... por el padecimiento de muerte, a aquel Jesús que es hecho un poco menor que los ángeles". Por lo tanto vemos que Jesús fue hecho, en su situación como hombre, de la forma en que el hombre era, cuando éste fue sujeto a la muerte.

Por lo tanto, tan ciertamente como vemos a Jesús hecho menor que los ángeles, hasta el padecimiento de muerte, vemos demostrado con ello que, como hombre, Jesús tomó la naturaleza del hombre tal como es éste desde que entró la muerte; y no la naturaleza del hombre tal como era antes de ser sujeto a la muerte.

Pero la muerte entró únicamente a causa del pecado: la muerte nunca habría podido entrar, de no haber entrado el pecado. Y vemos a Jesús hecho un poco menor que los ángeles, por el padecimiento de muerte. Por lo tanto, vemos a Jesús hecho en la naturaleza del hombre, como el hombre era desde que éste pecó, y no como era antes que el pecado entrase. Lo hizo así para que fuese posible que "gustase la muerte por todos". Al hacerse hombre, para poder alcanzar al hombre, debía venir al hombre allí donde éste está. El hombre está sujeto a la muerte. De manera que Jesús debía hacerse hombre, tal como es éste desde que fue sujeto a la muerte.
"Porque convenía que aquel por cuya causa son todas las cosas, y por el cual todas las cosas subsisten, habiendo de llevar a la gloria a muchos hijos, hiciese consumado por aflicciones al autor de la salud de ellos". Heb. 2:10. Así, haciéndose hombre, convenía que viniese a ser hecho tal como el hombre es. El hombre está sometido a sufrimiento, por lo tanto, convenía que viniese allí donde el hombre está, en sus sufrimientos.

Antes de que el hombre pecase, no estaba en ningún sentido sujeto a sufrimientos. Si Jesús hubiese venido en la naturaleza del hombre tal como éste era antes que entrase el pecado, eso no habría sido más que venir en una forma y en una naturaleza en las cuales habría sido imposible para él conocer los sufrimientos del hombre, y por lo tanto no hubiese podido alcanzarlo para salvarlo. Pero dado que "convenía que aquel por cuya causa son todas las cosas, y por el cual todas las cosas subsisten, habiendo de llevar a la gloria a muchos hijos, hiciese consumado por aflicciones al autor de la salud de ellos", está claro que Jesús, al hacerse hombre, compartió la naturaleza del hombre como éste es desde que vino a ser sujeto al sufrimiento, y sufrimiento de muerte, que es la paga del pecado.

Leemos: "Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo" (vers. 14). Cristo, en su naturaleza humana, tomó la misma carne y sangre que tienen los hombres. En una sola frase encontramos todas las palabras que cabe emplear para hacer positiva y clara la idea.

Los hijos de los hombres son participantes de carne y sangre; y por eso, él participó de carne y sangre.

Pero eso no es todo: además, participó de la misma carne y sangre de la que son participantes los hijos.

Es decir, participó -de igual manera- de la misma carne y sangre que los hijos.
El Espíritu de la inspiración desea hasta tal punto que esa verdad sea clarificada, destacada y comprensible para todos, que no se contenta con utilizar menos que todas cuantas palabras puedan usarse para hablarnos de ello. Y es así como se declara que tan precisa y ciertamente como "los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo" -de la misma carne y sangre.

Y eso lo hizo para "por la muerte... librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre". Participó de la misma carne y sangre que nosotros tenemos en la servidumbre al pecado y el temor de la muerte, a fin de poder liberarnos de la servidumbre al pecado y el temor de la muerte.

Así, "el que santifica y los que son santificados, de uno son todos: por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos".

Esta gran verdad del parentesco de sangre, la hermandad de sangre de Cristo con el hombre, se enseña en el evangelio en Génesis. Cuando Dios hizo su pacto eterno con Abraham, las víctimas de los sacrificios se cortaron en dos trozos, y Dios y Abraham pasaron entre ambas partes (Gén. 15:8-18; Jer. 34:18 y 19; Heb. 7:5 y 9). Por medio de este acto el Señor entraba en el pacto más solemne de los conocidos por los orientales y por toda la humanidad: el pacto de sangre, haciéndose así hermano de sangre de Abraham, una relación que sobrepasa cualquier otra en la vida.

Esta gran verdad del parentesco de sangre de Cristo con el hombre se desarrolla aún más en el evangelio en Levítico. En el evangelio en Levítico encontramos el registro de la ley de la redención –o rescate- del hombre y sus heredades. Cuando alguno de los hijos de Israel había perdido su heredad, o bien si él mismo había venido a ser hecho esclavo, existía provisión para su rescate. Si él era capaz de redimirse, o de redimir su heredad por sí mismo, lo hacía. Pero si no era capaz por sí mismo, entonces el derecho de rescate recaía en su pariente de sangre más próximo. No recaía meramente en algún pariente próximo entre sus hermanos, sino precisamente en aquel que fuese el más próximo en parentesco, con tal que éste pudiera (Lev. 25:24-28, 47-49; Ruth 2:20; 3:9, 12 y 13; 4:1-14).

Así, según Génesis y Levítico, se enseñó durante toda esa época lo que encontramos aquí enunciado en el segundo capítulo de Hebreos: la verdad de que el hombre ha perdido su heredad y él mismo está en esclavitud. Y dado que por sí mismo no se puede redimir, ni puede redimir su heredad, el derecho de rescate recae en el pariente más próximo que pueda hacerlo. Y Jesucristo es el único en todo el universo que tiene esa capacidad.

Pero para ser el Redentor debe tener, no sólo el poder, sino también el parentesco de sangre. Y debe ser, no solamente próximo, sino el pariente de sangre más próximo. Así, "por cuanto los hijos" –los hijos del hombre que perdió la heredad– "participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo". Compartió con nosotros la carne y sangre en su misma sustancia, haciéndose así nuestro pariente más próximo. Por ello puede decirse con respecto a él y a nosotros: "de uno son todos: por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos".

Pero la Escritura no se detiene aquí, una vez constatada esa verdad capital. Dice más: "Porque ciertamente no tomó a los ángeles, sino a la simiente de Abraham tomó. Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos", siendo hecho él mismo hermano de ellos en la confirmación del pacto eterno.

Y eso lo hizo con un fin: "porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados", ya que se puede "compadecer de nuestras flaquezas", habiendo sido "tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Heb. 4:15). Habiendo sido hecho en su naturaleza humana, en todas las cosas como nosotros, pudo ser -y fue- tentado en todas las cosas como lo somos nosotros. La única forma en la que él podía ser "tentado en todo según nuestra semejanza" es siendo hecho "en todo semejante a los hermanos".

Puesto que en su naturaleza humana es uno de nosotros, y puesto que "él mismo tomó nuestras enfermedades" (Mat. 8:17), puede "compadecerse de nuestras enfermedades". Habiendo sido hecho en todas las cosas como nosotros, cuando fue tentado sintió justamente como sentimos nosotros cuando somos tentados, y lo conoce todo al respecto: y de esa forma es poderoso para auxiliar y salvar plenamente a todos cuantos lo reciben. Dado que en su carne, y como él mismo en la carne, era tan débil como lo somos nosotros, no pudiendo por él mismo "hacer nada" (Juan 5:30), cuando "llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores" (Isa. 53:4) y fue tentado como lo somos nosotros -sintiendo como nosotros sentimos-, por su fe divina lo conquistó todo por el poder de Dios que esa fe le traía, y que en nuestra carne nos ha traído a nosotros.

Por lo tanto "llamarás su nombre Emmanuel, que declarado es: con nosotros Dios". No solamente Dios con él, sino Dios con nosotros. Dios era con él desde la eternidad, y lo hubiese podido seguir siendo aunque no se hubiera dado por nosotros. Pero el hombre, por el pecado, quedó privado de Dios, y Dios quiso venir de nuevo a nosotros. Por lo tanto, Jesús se hizo "nosotros", a fin de que Dios con él pudiese venir a ser "Dios con nosotros". Y ese es su nombre, porque eso es lo que él es. Alabado sea su nombre.

Y esa es "la fe de Jesús", y su poder. Ese es nuestro Salvador: uno con Dios y uno con el hombre; "en consecuencia, puede también salvar plenamente a los que por él se acercan a Dios".

HECHO SÚBDITO A LA LEY

"Cristo Jesús... siendo en forma de Dios... se anonadó [despojó] a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres" (Fil. 2:5-7). Fue hecho semejante a los hombres, como son los hombres, precisamente donde éstos están.

"El Verbo fue hecho carne". "Participó de lo mismo", de la misma carne y sangre de la que son participantes los hijos de los hombres, en la condición en la que están desde que el hombre cayera en el pecado. Y así está escrito que "venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió su Hijo, hecho... súbdito a la ley [nacido bajo la ley]".

Estar bajo la ley es ser culpable, condenado, y sujeto a la maldición. Está escrito: "sabemos que todo lo que la ley dice, a los que están bajo la ley lo dice, [para que... todo el mundo aparezca culpable ante el juicio de Dios]. Eso es así "por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios" (Rom. 3:19 y 23; 6:14).

Y la culpabilidad de pecado trae la maldición. En Zacarías 5:1-4, el profeta contempló "un rollo que volaba... de veinte codos de largo, y diez codos de ancho". El Señor le dijo: "ésta es la maldición que sale sobre la haz de toda la tierra". Y ¿cuál es la causa de esa maldición que sale sobre la haz de toda la tierra? Ésta: "porque todo aquel que hurta, (como está de la una parte del rollo) será destruido; y todo aquel que jura, (como está de la otra parte del rollo) será destruido".
El rollo es la ley de Dios. Se cita un mandamiento de cada una de las tablas, mostrando que ambas están incluidas. Todo aquel que roba -que transgrede la ley en lo referente a la segunda tabla- será destruido, de acuerdo con esa parte de la ley; y todo el que jura -transgrede en relación con la primera tabla de la ley- será destruido, de acuerdo con esa parte de la ley.

Los escribanos celestiales no necesitan tomar registro de los pecados particulares de cada uno; es suficiente con anotar en el rollo correspondiente a cada hombre, el mandamiento particular que se ha violado en cada transgresión. Ese rollo de la ley va acompañando a cada uno, allá donde él vaya, hasta permanecer en su misma casa, como demuestran las palabras: "Yo la saqué, dice Jehová de los ejércitos, y vendrá a la casa del ladrón, y a la casa del que jura falsamente en mi nombre; y permanecerá en medio de su casa".

Y a menos que se encuentre un remedio, ese rollo de la ley permanecerá allí hasta que la maldición consuma a ese hombre y a su casa, "con sus enmaderamientos y sus piedras", esto es, hasta que la maldición devore la tierra en aquel gran día en que los elementos, ardiendo, serán deshechos. "Ya que el aguijón de la muerte es el pecado", y la maldición del pecado, "la ley". (1 Cor. 15:56; Isa. 24:5 y 6; 2 Ped. 3:10-12).

Pero afortunadamente, "Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley" (Gál. 4:4 y 5). Viniendo como lo hizo, trajo redención a toda alma que se encuentra bajo la ley. Pero a fin de traer perfectamente esa redención a quienes están bajo la ley, Él mismo ha de venir a los hombres precisamente en el lugar donde se encuentran, y de la forma en que se encuentran: bajo la ley.

Jesús asumió todo eso, ya que fue "hecho súbdito a la ley"; fue hecho "culpable"; fue hecho condenado por la ley; fue "hecho" tan culpable como lo es todo hombre que está bajo la ley. Fue "hecho" bajo condenación, tan plenamente como lo es todo hombre que ha violado la ley. Fue "hecho" bajo la maldición, tan completamente como lo haya sido o pueda serlo jamás todo hombre en este mundo, "porque maldición de Dios es el colgado [en el madero]" (Deut. 21:23).
La traducción literal del hebreo es como sigue: "aquel que cuelga del madero es la maldición de Dios". Y esa es precisamente la fuerza del hecho respecto a Cristo, ya que se nos dice que fue "hecho maldición". Así, cuando fue hecho bajo la ley, fue hecho todo lo que significa estar bajo la ley. Fue hecho culpable; fue hecho condenado; fue hecho maldición.

Pero manténgase siempre presente que todo eso, "fue hecho". En sí mismo, él no era nada de eso por defecto innato, sino que "fue hecho" todo eso. Y todo cuanto fue hecho, lo fue por nosotros; por nosotros que estamos bajo la ley; por nosotros que estamos bajo la condenación debido a la transgresión de la ley; por nosotros que estamos bajo maldición por haber jurado, mentido, matado, robado, cometido adulterio, y toda otra infracción del rollo de la ley de Dios, ese rollo que va con nosotros y que permanece en nuestra casa.

Fue hecho bajo la ley, para redimir a los que están bajo la ley. Fue hecho maldición, para redimir a quienes están bajo maldición, A CAUSA de estar bajo la ley.

Pero sea quien sea el beneficiario de lo realizado, y sea lo que sea lo conseguido con su cumplimiento, no se olvide jamás el hecho de que, a fin de poder realizarlo, él tuvo que ser "hecho" lo que ya eran previamente aquellos en cuyo beneficio lo realizó.

Por lo tanto, todo aquel -en cualquier parte del mundo- que conozca el sentimiento de culpa, necesariamente conoce lo que Cristo sintió por él; y por esa razón conoce cuán cercano a él vino Jesús. Todo aquel que sabe lo que es la condenación, conoce exactamente lo que Cristo sintió por él, y comprende así cuan perfectamente capaz es Jesús de simpatizar con él y de redimirlo.
Cualquiera que conozca la maldición del pecado, "cuando cualquiera sintiere la plaga de su corazón" (1 Rey. 8:38), en eso puede tener una idea exacta de cuanto Jesús experimentó por él, y de cuán plenamente se identificó Jesús -en su misma experiencia- con él.

Llevando la culpa, estando bajo condenación, y de esa forma bajo el peso de la maldición, Jesús, durante toda una vida en este mundo de culpa, condenación y maldición, vivió la perfecta vida de la justicia de Dios sin pecar absolutamente jamás. Y todo hombre conocedor de la culpa, condenación y maldición del pecado, sabiendo que Jesús realmente sintió en su experiencia todo eso precisamente tal como lo siente el hombre, si además ese hombre cree en Jesús, podrá conocer por propia experiencia la bendición de la perfecta vida de justicia de Dios en su vida, redimiéndole de culpa, de condenación y de maldición, manifestándose a todo lo largo de su vida, guardándole absolutamente de pecar.

Cristo fue hecho bajo la ley, para que pudiese redimir a los que estaban bajo la ley. Y la bendita obra se cumple para toda alma que acepte una redención tal.

"Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición". No es en vano que se hizo maldición, ya que justamente en eso radica la consecución del fin buscado, en beneficio de todo aquel que lo reciba. Todo eso se hizo "para que la bendición de Abraham fuese sobre los gentiles en Cristo Jesús; para que por la fe recibamos la promesa del Espíritu" (Gál. 3:14).

Una vez más, sea cual sea el fin buscado y su cumplimiento, debe tenerse siempre presente el hecho de que, en su condescendencia, en el anonadarse a sí mismo y ser "hecho semejante a los hombres", y en su "hecho carne", Cristo fue hecho bajo la ley, culpable -bajo condenación, bajo maldición- de una forma tan plena y real como lo es toda alma que haya de ser redimida.
Y habiendo pasado por todo ello, vino a ser el autor de eterna salvación, pudiendo salvar plenamente, aún a partir de la más profunda sima, a los que por él se allegan a Dios.

HECHO DE MUJER

¿De qué forma fue Cristo hecho carne? ¿Cómo vino a participar de la naturaleza humana? Exactamente de la misma manera en que venimos a serlo cada uno de nosotros, los hijos de los hombres. Ya que está escrito: "Por cuanto los hijos [del hombre] participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo".

"También... de lo mismo" significa "de la misma manera", "del mismo modo", "igualmente". Así, participó de la "misma" carne y sangre que tienen los hombres, de la misma manera en que los hombres participan de ellas. Y esa manera es mediante el nacimiento: así es como él participó de lo mismo. Dice pues la Escritura, con toda propiedad, que "un niño nos es nacido".

En armonía con lo anterior, leemos que "Dios envió su Hijo, hecho de mujer" (Gál. 4:4). Habiendo sido hecho de mujer en este mundo, fue hecho de la única clase de mujer que este mundo conoce.
Pero, ¿por qué debía ser hecho de mujer?, ¿por qué no de hombre (varón)? Por la sencilla razón de que ser hecho de hombre no le habría aproximado suficientemente al género humano, tal como es el género humano bajo el pecado. Fue hecho de mujer a fin de descender hasta lo último, hasta el último rincón de la naturaleza humana en su pecar.

Para conseguir eso debía ser hecho de mujer, dado que fue la mujer -y no el hombre- quien cayó primero y originalmente en la transgresión. "Adán no fue engañado, sino la mujer, siendo seducida, vino a ser envuelta en transgresión" (1 Tim. 2:14).

Si hubiese sido hecho simplemente de la descendencia del hombre, no habría alcanzado la plena profundidad del terreno del pecado, ya que la mujer pecó, de forma que el pecado estaba en el mundo, antes de que el varón pecara.

Cristo fue, pues, hecho de mujer, con el fin de poder enfrentar el gran mundo de pecado, desde el mismo punto de su entrada en él. Si hubiese sido hecho de otra cosa que no fuese de mujer, habría quedado a medio camino, lo que habría significado en realidad la total imposibilidad de redimir del pecado a los hombres.

Sería la "simiente de la mujer" quien heriría la cabeza de la serpiente; y es solamente en tanto que "simiente de la mujer", y en tanto que "hecho de mujer", como podría enfrentar a la serpiente en su propio terreno, precisamente allí donde entró el pecado en este mundo.

Fue la mujer -en este mundo- quien se implicó en transgresión primeramente. Fue a través de ella como entró originalmente el pecado. Por lo tanto, para redimir del pecado a los hijos de los hombres, Aquel que sería el Redentor debía ir más allá del hombre, a encontrar el pecado que estuvo en el mundo antes que el varón pecara.

Es por eso que Cristo, que vino para redimir, fue "hecho de mujer". Siendo "hecho de mujer" pudo seguir el rastro al pecado hasta los orígenes de su mismo punto de entrada en el mundo, a través de la mujer. Y así, para venir al encuentro del pecado en el mundo y erradicarlo hasta exterminar el último vestigio de él, es de lógica que debiese compartir la naturaleza humana, tal como es ésta desde la entrada del pecado.

De no haber sido así, no habría habido ninguna razón por la que debiera ser "hecho de mujer". Si no fue para venir en el más estrecho contacto con el pecado, tal como éste está en el mundo, tal como está en la naturaleza humana; si hubiese tenido que separarse en el más mínimo grado de él tal como lo encontramos en la naturaleza humana, entonces no tenía por qué ser "hecho de mujer".

Pero dado que fue hecho de mujer, no de hombre; dado que fue hecho de aquella por quien el pecado entró en el mundo en su mismo origen; y no del hombre, quien entró en el pecado después de que éste hubiera ya entrado en el mundo, en esto se demuestra más allá de toda posible duda que entre Cristo y el pecado en este mundo, y entre Cristo y la naturaleza humana tal como está bajo el pecado en el mundo, no hay ningún tipo de separación, ni en el más mínimo grado. Fue hecho carne; fue hecho pecado. Fue hecho carne tal como es la carne, precisamente tal como es la carne en este mundo, y fue hecho pecado, precisamente como es el pecado.
Y todo eso fue necesario con el fin de redimir a la humanidad perdida. El separarse en lo más mínimo, en el sentido que fuese, de la naturaleza de aquellos a quienes vino a redimir, habría significado el completo fracaso.

Por lo tanto, en cuanto que fue "hecho bajo la ley", porque bajo la ley están los que vino a redimir, y en cuanto que fue hecho maldición, ya que bajo la maldición están quienes vino a redimir, y que fue hecho pecado, porque los que vino a redimir son pecadores, "vendidos a sujeción del pecado", precisamente así debía ser hecho carne, y la "misma" carne y sangre, porque son carne y sangre aquellos a quienes vino a redimir; y debía ser "hecho de mujer", porque el pecado estuvo en el mundo al principio, por y en la mujer.

Por consiguiente es cierto, sin ningún tipo de excepción, que "debía ser en todo semejante a los hermanos" (Heb. 2:17).

Si no hubiese sido hecho de la misma carne que aquellos a quienes vino a redimir, entonces no sirve absolutamente de nada el que se hiciese carne. Más aún: Puesto que la única carne que hay en este vasto mundo que vino a redimir, es esta pobre, pecaminosa y perdida carne humana que posee todo hombre, si esa no es la carne de la que él fue hecho, entonces él no vino realmente jamás al mundo que necesita ser redimido. Si vino en una naturaleza humana diferente a la que existe realmente en este mundo, entonces, a pesar de haber venido, para todo fin práctico de alcanzar y auxiliar al hombre, estuvo tan lejos de él como si nunca hubiera venido. De haber sido así, hubiera estado tan lejos en su naturaleza humana y habría sido tan de otro mundo como si nunca hubiera venido al nuestro.

No hay ninguna duda de que Cristo, en su nacimiento, participó de la naturaleza de María -la "mujer" de la cual fue "hecho"-. Pero la mente carnal se resiste a admitir que Dios, en la perfección de su santidad, accediese a venir hasta la humanidad, allí donde ésta está en su pecaminosidad. Por lo tanto, se han hecho esfuerzos para escapar a las consecuencias de esta gloriosa verdad que implica el desprendimiento del yo, inventando una teoría según la cual la naturaleza de la virgen María sería diferente de la del resto de la humanidad: que su carne no sería exactamente tal como la que es común a toda la humanidad. Esa invención pretende que, por cierto extraño proceso, María fue hecha diferente al resto de los seres humanos, con el particular propósito de que Cristo pudiera nacer de ella de la forma que convenía.

Tal invento culminó en lo que se conoce como el dogma católico de la inmaculada concepción. Muchos protestantes, si no la gran mayoría de ellos, junto a otros no católicos, creen que la inmaculada concepción se refiere a la concepción de Jesús por parte de la virgen María. Pero eso es un craso error. No se refiere en absoluto a la concepción de Cristo por María, sino a la concepción de la misma María, por parte de la madre de ella.

La doctrina oficial e "infalible" de la inmaculada concepción, tal como se la define solemnemente en tanto que artículo de fe, por el papa Pío IX hablando ex cathedra, el 8 de diciembre de 1854, es como sigue:
"Por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los benditos apóstoles Pedro y Pablo, y por nuestra propia autoridad, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la muy bendita virgen María, en el primer instante de su concepción, por una gracia y privilegio especiales del Dios Todopoderoso, a la vista de los méritos de Jesús, el salvador de la humanidad, fue preservada libre de toda tacha de pecado original, es una doctrina que ha sido revelada por Dios, y por lo tanto, debe ser sólida y firmemente creída por todos los fieles.
Por lo tanto, si alguien pretendiera -cosa que Dios impida- pensar en su corazón de forma diferente a la que nosotros hemos definido, sepa y entienda que su propio juicio lo condena, que su fe naufragó y que ha caído de la unidad de la Iglesia" (Catholic Belief, p. 14).

Escritores católicos definen ese concepto en los siguientes términos:
El antiguo escrito, "De Nativitate Christi", encontrado en las obras de San Cipriano, dice: Siendo que [María] era "muy diferente del resto del género humano, le fue comunicada la naturaleza humana, pero no el pecado".

Teodoro, patriarca de Jerusalem, dijo en el segundo concilio de Niza que María "es verdaderamente la madre de Dios, y virgen antes y después del parto; y fue creada en una condición más sublime y gloriosa que toda otra naturaleza, sea ésta intelectual o corporal" (Id., p. 216 y 217).

Eso sitúa llanamente la naturaleza de María más allá de toda posible semejanza o relación con el género humano o la naturaleza humana, tal como ésta es. Teniendo lo anterior claramente presente, sigamos esa invención en su paso siguiente. Será en las palabras del cardenal Gibbons:
"Afirmamos que la segunda persona de la bendita Trinidad, el Verbo de Dios, quien es en su naturaleza divina, desde la eternidad, engendrado del Padre, consubstancial con él, venido el cumplimiento del tiempo fue nuevamente engendrado al nacer de la virgen, tomando de esa forma para sí mismo, de la matriz materna, una naturaleza humana de la misma sustancia que la de ella. En la medida en que el sublime misterio de la encarnación puede ser reflejado por el orden natural, la bienaventurada virgen María, bajo la intervención del Espíritu Santo, comunicando a la segunda persona de la trinidad, tal como hace toda madre, una verdadera naturaleza humana de la misma sustancia que la suya propia, es real y verdaderamente su madre" (Faith of Our Fathers, p. 198 y 199).

Ahora relacionemos ambas cosas. En primer lugar, vemos la naturaleza de María definida como siendo no sólo "muy diferente del resto del género humano", sino "más sublime y gloriosa que toda otra naturaleza", situándola así infinitamente más allá de toda semejanza o relación con el género humano, tal como realmente somos.

En segundo lugar, se describe a Jesús tomando de María una naturaleza humana de la misma sustancia que ella.

Según esa teoría, se deduce -como que dos y dos suman cuatro- que en su naturaleza humana el Señor Jesús es "muy diferente" del resto de la humanidad; verdaderamente su naturaleza no es la humana en absoluto.

Tal es la doctrina católica romana sobre la naturaleza humana de Cristo. Consiste simplemente en que esa naturaleza no es de ninguna manera la naturaleza humana, sino la divina: "más sublime y gloriosa que toda otra naturaleza". Consiste en que en su naturaleza humana, Cristo estuvo hasta tal punto separado del género humano como para ser totalmente diferente del resto de la humanidad: que la suya fue una naturaleza en la cual no pudo tener ninguna clase de identificación de sentimientos con los hombres.

Pero esa no es la fe de Jesús. La fe de Jesús es: "por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo".

La fe de Jesús es que Dios envió a su Hijo "en semejanza de carne de pecado".
La fe de Jesús es que "debía ser en todo semejante a los hermanos".
Es que "Él mismo tomó nuestras enfermedades", y que se puede "compadecer de nuestras flaquezas", habiendo sido tentado en todos los respectos de igual forma en que lo somos nosotros. Si no hubiese sido como nosotros, no habría podido ser tentado como lo somos nosotros. Pero él fue "tentado en todo según nuestra semejanza". Por lo tanto, fue "en todo" "según nuestra semejanza".

En las citas que en este capítulo hemos dado sobre la fe católica, hemos presentado la postura de Roma a propósito de la naturaleza de Cristo y de María. En el segundo capítulo de Hebreos y pasajes similares de la Escritura vemos reflejada, y en este estudio nos hemos esforzado por exponerla de la forma en que la Biblia la presenta, la fe de Jesús al respecto de su naturaleza humana.

La fe de Roma en relación con la naturaleza de Cristo y de María, y también de nuestra naturaleza, parte de esa noción de la mente natural según la cual Dios es demasiado puro y santo como para morar con nosotros y en nosotros, en nuestra naturaleza humana pecaminosa: tan pecaminosos como somos, estamos demasiado distantes de él en su pureza y santidad, demasiado distantes como para que él pueda venir a nosotros tal como somos.

La verdadera fe -la fe de Jesús- es que, alejados de Dios como estamos en nuestra pecaminosidad, en nuestra naturaleza humana que él tomó, vino a nosotros justamente allí donde estamos; que, infinitamente puro y santo como es él, y pecaminosos, degradados y perdidos como estamos nosotros, Dios, en Cristo, a través de su Espíritu Santo, quiere voluntariamente morar con nosotros y en nosotros para salvarnos, para purificarnos, y para hacernos santos.

La fe de Roma es que debemos necesariamente ser puros y santos a fin de que Dios pueda morar con nosotros.

La fe de Jesús es que Dios debe necesariamente morar con nosotros y en nosotros, a fin de que podamos ser puros y santos.

LA LEY DE LA HERENCIA

"El Verbo fue hecho carne".
"Venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió su Hijo, hecho de mujer" (Gál. 4:4).
"Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:6).

Hemos visto que Cristo, siendo hecho de mujer, alcanzó el pecado en el mismo punto de su entrada original a este mundo, y que era preciso que fuese hecho de mujer a fin de lograr ese fin. También hemos visto que la iniquidad fue puesta sobre él mediante los pecados reales de todos nosotros.

Todo el pecado existente, desde su origen en el mundo hasta el mismo final de éste, le fue cargado a Cristo: ambos, el pecado tal cual es en sí mismo, y tal cual es al cometerlo nosotros. El pecado en su tendencia, y el pecado en el acto: el pecado tal cual es hereditario en nosotros, no cometido por nosotros; y el pecado que cometemos.

Sólo de esta forma podía ser cargado en él el pecado de todos nosotros. Solo sujetándose él mismo a la ley de la herencia podía alcanzar al pecado en su auténtica y verdadera dimensión, tal como es en realidad. De no ser así, le habrían sido cargados los pecados que nosotros hemos efectivamente cometido, con la culpa y condenación que les corresponden. Pero más allá de eso, hay en toda persona, en muchas maneras, la tendencia al pecado, heredada desde pasadas generaciones, que no ha culminado todavía en el acto de pecar, pero que está siempre dispuesta, cuando la ocasión lo permite, a consumarse en la comisión efectiva de pecados. El gran pecado de David es una buena ilustración de lo anterior (Sal. 51:5; 2 Sam. 11:2).

Al librarnos del pecado, no es suficiente que seamos salvos de los pecados que hemos efectivamente cometido: debemos ser también librados de cometer otros pecados. Y para que eso sea así, debe ser afrontada y sometida esa tendencia hereditaria al pecado; debemos ser poseídos por el poder que nos guarde de pecar, un poder para vencer esa tendencia o propensión hereditaria hacia el pecado que hay en nosotros.

Todos los pecados que hemos realmente cometido fueron cargados sobre él, le fueron imputados, para que su justicia se nos pudiese cargar a nosotros: para que nos pudiese ser imputada. También le fue cargada nuestra tendencia al pecado al ser hecho carne, al ser hecho de mujer, de la misma carne y sangre que nosotros, a fin de que su justicia pueda realmente manifestarse en nosotros en la vida cotidiana.

Así, afrontó el pecado en la carne que tomó y triunfó sobre él, como está escrito: "Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne". "Porque él es nuestra paz... dirimiendo en su carne las enemistades".

Y así, precisamente de igual forma en que los pecados que realmente hemos cometido le fueron imputados para que su justicia nos fuese imputada a nosotros; así, enfrentando y conquistando -en la carne- la tendencia al pecado, y manifestando justicia en esa misma carne, nos capacita a nosotros -en él, y él en nosotros- para enfrentar y conquistar en la carne esa misma tendencia al pecado, y manifestar justicia en esa misma carne.

Y es así como al respecto de los pecados que efectivamente hemos cometido, los pecados del pasado, su justicia se nos imputa a nosotros de igual manera en que nuestros pecados le fueron imputados a él. Y a fin de guardarnos de pecar se nos imparte su justicia en nuestra carne, lo mismo que nuestra carne, con su tendencia al pecado, le fue impartida a él. De esa manera es el Salvador completo. Nos salva de todos los pecados que hemos efectivamente cometido; y nos salva igualmente de todos los que podríamos cometer apartados de él.

Si no hubiese tomado la misma carne y sangre que comparten los hijos de los hombres, con su tendencia al pecado, entonces, ¿qué razón o filosofía justificaría el énfasis que se da en las Escrituras a su genealogía? Era descendiente de David; descendiente de Abraham; de Adán, y siendo hecho de mujer, alcanzó incluso lo que precedió la caída de Adán: los orígenes del pecado en el mundo.

En esa genealogía figura Joacim, cuya maldad hizo que fuese sepultado como un asno, "arrastrándole y echándole fuera de las puertas de Jerusalem" (Jer. 22:19); Manasés, quien hizo "desviarse a Judá y a los moradores de Jerusalem, para hacer más mal que las gentes que Jehová destruyó delante de los hijos de Israel"; Achaz, quien "había desnudado a Judá, y rebeládose gravemente contra Jehová"; Roboam, quien nació a Salomón después que éste hubiese abandonado al Señor; El mismo Salomón, quien nació de David y Betsabé; también Ruth, la moabita, y Rahab; lo mismo que Abraham, Isaac, Jessé, Asa, Josafat, Ezequías y Josías: los peores juntamente con los mejores. Y las acciones impías de hasta los mejores, nos son relatadas con idéntica fidelidad que las buenas. En toda esta genealogía, difícilmente encontraremos uno de cuya vida se haya dado referencia que no posea en su registro alguna mala acción.

Obsérvese que fue al final de esa genealogía cuando "aquel Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros". Fue "hecho de mujer" al final de una genealogía tal. Fue en una línea descendente como esa en la que Dios envió "a su Hijo en semejanza de carne de pecado". Y esa línea descendente, esa genealogía, significó para él precisamente lo que significa para todo hombre, por la ley de que la maldad de los padres es visitada en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Fue para él significativa en las terribles tentaciones del desierto, como lo fue a lo largo de toda su vida en la carne.

Fue de ambas maneras, por herencia y por imputación, como "Jehová cargó sobre él el pecado de todos nosotros". Y cargado así, con esa inmensa desventaja, recorrió triunfalmente el terreno en el que, sin ningún tipo de desventaja, había fallado la primera pareja.

Mediante su muerte pagó la penalidad de todos los pecados realmente cometidos, pudiendo así en buena ley atribuir su justicia a todos aquellos que elijan recibirla. Y por haber condenado el pecado en la carne, aboliendo en su carne la enemistad, nos libra del poder de la ley de la herencia; y puede así en justicia impartir su poder y naturaleza divinos a fin de elevarnos sobre esa ley, manteniendo por encima de ella a toda alma que lo reciba.

Y así leemos que "venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió su Hijo, hecho de mujer, hecho súbdito a la ley" (Gál. 4:4). Y "Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos conforme a la carne, más conforme al Espíritu" (Rom. 8:3 y 4).
"Porque él es nuestra paz,... dirimiendo en su carne las enemistades,... para edificar en sí mismos los dos [Dios y el hombre] en un nuevo hombre, haciendo la paz" (Efe. 2:14 y 15).

"Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos,... porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados".

Sea que la tentación venga del interior o del exterior, él es el perfecto escudo contra ella; en consecuencia, salva plenamente a los que por él se allegan a Dios.

Dios, enviando a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado, Cristo tomando nuestra naturaleza tal como es ésta, en su degeneración y pecaminosidad, y Dios morando constantemente con él y en él en esa naturaleza; en todo eso Dios demostró a todos, por los siglos, que no hay ser en este mundo tan cargado con pecados, o tan perdido, que Dios no se complazca en morar con él y en él para salvarlo de todo ello, y para llevarlo por el camino de la justicia de Dios.

Y su nombre es con toda propiedad Emmanuel, que declarado es: "Dios con nosotros".

EN TODO SEMEJANTE

Es primordial reconocer que el tema de los dos primeros capítulos de Hebreos es la persona de Cristo, específicamente en lo relativo a su naturaleza y sustancia. En Filipenses 2:5-8 vemos a Cristo en relación con Dios y con el hombre, haciendo mención particular de su naturaleza y forma. "Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: el cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios: Sin embargo, se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz".

Cuando Jesús se anonadó a sí mismo, se hizo hombre: y Dios se reveló en el Hombre. Cuando Jesús se anonadó a sí mismo, por un lado se reveló el hombre, y por otro lado, se reveló Dios. Así, en él, ambos -Dios y el hombre- se encontraron en paz, y fueron uno: "porque él es nuestra paz, que de ambos [Dios y el hombre] hizo uno,... dirimiendo en su carne las enemistades,... para edificar en sí mismo los dos [Dios y el hombre] en un nuevo hombre, haciendo la paz" (Efe. 2:14 y 15).

El que fue en forma de Dios tomó la forma de hombre.
El que era igual a Dios se hizo igual al hombre.
El que era Creador y Señor se hizo criatura y siervo.
El que era en semejanza de Dios se hizo en semejanza de hombre.
El que era Dios y Espíritu, se hizo hombre y carne (Juan 1:1 y 14).

No es sólo cierto en cuanto a la forma; lo es también en cuanto a la sustancia, ya que Cristo era como Dios en el sentido de ser de su misma naturaleza y sustancia. Fue hecho como los hombres, en el sentido de serlo en la misma sustancia y naturaleza.

Cristo era Dios. Se hizo hombre. Y cuando se hizo hombre, fue tan realmente hombre como era realmente Dios.

Se hizo hombre a fin de poder redimir al hombre.
Vino al hombre allí donde éste está, para traer al hombre allí donde él estaba y está.
Con el fin de redimir al hombre de lo que éste es, fue hecho lo que es el hombre:
El hombre es carne (Gén. 6:3; Juan 3:6). "Y aquel Verbo fue hecho carne" (Juan 1:14; Heb. 2:14).

El hombre está bajo la ley (Rom. 3:19). Cristo fue "hecho súbdito a la ley" (Gál. 4:4).
El hombre está bajo la maldición (Gál. 3:10; Zac. 5:1-4). Cristo fue "hecho por nosotros maldición" (Gál. 3:13).

El hombre está vendido a sujeción de pecado (Rom. 7:14), y está cargado de maldad (Isa. 1:4). Y "Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:6).

El hombre es un "cuerpo del pecado" (Rom. 6:6). Y Dios lo "hizo pecado por nosotros" (2 Cor. 5:21).
Así, literalmente, "debía ser en todo semejante a los hermanos".

Sin embargo no se debe olvidar jamás, debe quedar fijado en la mente y el corazón por siempre, que nada de lo relativo a la humanidad, carne, pecado y maldición que fue hecho, partía de sí mismo, ni tuvo su origen en ninguna naturaleza o falta propias. Todo lo citado "fue hecho". "Tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres".

En todo ello Cristo fue "hecho" lo que anteriormente no era, a fin de que el hombre pudiera ser, ahora y por siempre, aquello que no es.

Cristo era el Hijo de Dios. Se hizo el Hijo del hombre para que los hijos de los hombres pudiesen convertirse en hijos de Dios (Gál. 4:4; 1 Juan 3:1).

Cristo era Espíritu (1 Cor. 15:45). Se hizo carne con el objeto de que el hombre, que es carne, pueda ser hecho espíritu (Juan 3:6; Rom. 8:8-10).

Cristo, cuya naturaleza era divina, se hizo participante de la naturaleza humana para que nosotros, que tenemos naturaleza humana, seamos "hechos participantes de la naturaleza divina" (2 Ped. 1:4).

Cristo, quien no conoció pecado, fue hecho pecado, la pecaminosidad misma del hombre, para que nosotros, que no conocimos la justicia, pudiéramos ser hechos justicia, la justicia misma de Dios.
Del mismo modo que la justicia de Dios, la cual en Cristo es hecho el hombre, es justicia real, así el pecado del hombre, que Cristo fue hecho en la carne, era pecado real.

Tan ciertamente como nuestros pecados, cuando están sobre nosotros, nos resultan pecados reales, cuando esos pecados fueron cargados sobre él, resultaron para él pecados reales.
Tan ciertamente como la culpa va ligada a esos pecados, y a nosotros a causa de esos pecados cuando están sobre nosotros, así también esa culpa estuvo ligada a esos mismos pecados nuestros -y a él a causa de los mismos- cuando le fueron cargados sobre sí.

Así, la culpa, la condenación, la desolación causada por el conocimiento del pecado, fueron su parte, fueron un hecho en su experiencia consciente, tan real como lo sean en la vida de cualquier pecador que jamás haya existido en la tierra. Y esta sobrecogedora verdad trae a toda alma pecadora la constatación gloriosa de que "la justicia de Dios" y el descanso, la paz, el gozo de esa justicia, son un hecho en la experiencia consciente del creyente en Jesús en este mundo, de una forma tan real como lo sean en la vida de todo ser santo que jamás habitase el cielo.

Aquel que conocía la amplitud de la justicia de Dios, adquirió también el conocimiento de la profundidad de los pecados de la humanidad. Conoce el horror de la profundidad de los pecados de los hombres, tanto como la gloria de las alturas de la justicia de Dios. Y por ese, "su conocimiento, justificará mi siervo justo a muchos" (Isa. 53:11). Por ese conocimiento que él tiene, es poderoso para librar a todo pecador desde la mayor bajeza del pecado, y elevarlo hasta la mayor altura de justicia, la propia justicia de Dios.

Hecho "en todo" como nosotros, fue en todo punto como lo somos nosotros. Tan plenamente fue eso cierto, que pudo decir aquello que también nosotros debemos reconocer: "No puedo yo de mí mismo hacer nada" (Juan 5:30).

Fue totalmente cierto que en las debilidades y enfermedad de la carne -la nuestra, que él tomó- era como el hombre sin Dios y sin Cristo, ya que es solamente sin él como el hombre no puede hacer nada. Con él, y a través de él, está escrito: "todo lo puedo". Pero de los que están sin él, leemos: "sin mí nada podéis hacer" (Juan 15:5).

Por lo tanto, cuando dijo de sí mismo: "no puedo yo de mí mismo hacer nada", eso asegura de una vez por todas que en la carne -dado que él tomo todas nuestras enfermedades a causa de nuestra pecaminosidad hereditaria y efectiva que le fue cargada e impartida-, en esa carne él fue por sí mismo exactamente como el hombre que en la enfermedad de la carne está cargado de pecados, efectivos y hereditarios, y está sin Dios. Y en esa debilidad, con la carga de los pecados, y desvalido como estamos nosotros, en la fe divina exclamó: "Yo confiaré en él" (Heb. 2:13).
Jesús "vino a buscar y a salvar lo que se había perdido". Y para ello, vino a los perdidos allí donde estamos. Se contó entre los perdidos. "Fue contado con los perversos". Fue "hecho pecado". Y desde la posición de la debilidad y enfermedad del perdido, confió en Dios, en que lo libraría y salvaría. Cargado con los pecados del mundo, y tentado en todo como nosotros, esperó y confió en que Dios lo salvaría de todos esos pecados, y que lo guardaría sin caída (Sal. 69:1-21; 71:1-20; 22:1-22; 31:1-5).

Esa es la fe de Jesús. Ese es el punto en el que la fe de Jesús alcanza al hombre perdido y pecador para auxiliarlo. Porque se demuestra plenamente que no hay un hombre en todo el mundo, para quien no haya esperanza en Dios: nadie hay tan perdido que no pueda ser salvo confiando en Dios, en esa fe de Jesús. Y esa fe de Jesús por la que -en el lugar del perdido- esperó y confió en Dios para salvarlo del pecado y para guardarle de pecar, esa victoria de Jesús es la que ha traído la fe divina a todo hombre en el mundo; por ella todo hombre puede esperar en Dios y confiar en él, y puede hallar el poder de Dios para librarle del pecado y guardarlo de pecar. La fe que él ejerció, y por la que obtuvo la victoria sobre el mundo, la carne y el diablo; esa fe, es el don gratuito a todo hombre perdido. Y así, "esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe". Es de esa fe, de la que Jesús es autor y consumador.

Esa es la fe de Jesús, que se da al hombre. Es la fe de Jesús que el hombre debe recibir para ser salvo. La fe de Jesús que ahora, en el tiempo de la proclamación del mensaje del tercer ángel, debe ser recibida y guardada por aquellos que serán librados de la adoración a "la bestia y su imagen", y capacitados para guardar los mandamientos de Dios. Esa es la fe de Jesús a la que aluden las palabras finales del mensaje del tercer ángel: "aquí están los que guardan los mandamientos de Dios, y la fe de Jesús".

Y la suma acerca de lo dicho es: "Tenemos tal pontífice". Lo contenido en los capítulos primero y segundo de Hebreos es el fundamento preliminar y básico de su sumo sacerdocio. "Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:17 y 18).

CALIFICACIONES ADICIONALES DE NUESTRO SUMO SACERDOTE

Tal es el tema de los dos primeros capítulos de Hebreos. Y así comienza también el tercero, o más bien así continúa ese gran tema, con la maravillosa exhortación: "Por tanto, hermanos santos, participantes de la vocación celestial, considerad al Apóstol y Pontífice de nuestra profesión, Cristo Jesús, el cual es fiel al que le constituyó". Habiendo presentado a Cristo en la carne, tal como fue hecho "en todo" como los hijos de los hombres, y habiéndolo presentado como a nuestro pariente de sangre más próximo, se nos invita ahora a considerarlo en la fidelidad que caracterizó su cometido.

El primer Adán no fue fiel. Este postrer Adán "es fiel al que le constituyó, como también lo fue Moisés sobre toda su casa [la casa de Dios]. Porque de tanto mayor gloria que Moisés éste es estimado digno, cuanto tiene mayor dignidad que la casa el que la fabricó. Porque toda casa es edificada de alguno: mas el que crió todas las cosas es Dios. Y Moisés a la verdad fue fiel sobre toda su casa [la casa de Dios], como siervo, para testificar lo que se había de decir. Mas Cristo como hijo, [fue fiel] sobre su casa; la cual casa somos nosotros, si hasta el cabo retuviéremos firme la confianza y la gloria de la esperanza".

Seguidamente se cita a Israel, que salió de Egipto, que no permaneció fiel, que fracasó en entrar en el reposo del Señor porque no creyó en él. Entonces, a ese respecto, se nos hace a nosotros la exhortación: "temamos, pues, que quedando aún la promesa de entrar en su reposo, parezca alguno de vosotros haberse apartado. Porque también a nosotros se nos ha evangelizado como a ellos; mas no les aprovechó el oír la palabra a los que la oyeron sin mezclar fe. Empero entramos en el reposo los que hemos creído". Los que hemos creído en Aquel que se dio a sí mismo por nuestros pecados.

Entramos en el reposo cuando se nos perdonan todos los pecados al creer en él, quien fue fiel en todo deber y ante toda tentación de la vida. Entramos también en su reposo y permanecemos allí al hacernos participantes de su fidelidad, en la cual y por la cual nosotros también seremos fieles al que nos constituyó. Considerándolo a él -"Pontífice de nuestra profesión"- en su fidelidad, llegaremos siempre a la conclusión de que "no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; mas tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Heb. 4:15).

Dado que "no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas", se deduce que tenemos un Pontífice que se puede compadecer de ellas. Y la forma en la que se puede compadecer y se compadece de ellas, es habiendo sido "tentado en todo según nuestra semejanza". No existe un solo punto en el que toda alma pueda ser tentada, en el que él no fuese tentado exactamente de igual manera, y sintió la tentación tan verdaderamente como cualquier alma humana pueda sentirla. Pero aunque fue tentado en todo como nosotros y sintió el poder de la tentación de una forma tan real como cada uno de nosotros, en todo ello fue fiel, y pasó a través de todo ello "sin pecado". Y por la fe en él -en su fidelidad, en su fe perfecta- toda alma puede afrontar toda tentación y pasar a través de ella sin pecar.

Esa es nuestra salvación: que fue hecho carne como hombre, y debía ser en todo semejante a los hermanos y ser tentado en todo según nuestra semejanza, "para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios". Y eso, no sólo "para expiar los pecados del pueblo", sino también para "socorrer" -auxiliar, acudir en ayuda de, asistir y liberar del sufrimiento- "a los que son tentados". Él es nuestro misericordioso y fiel Sumo Sacerdote para socorrernos -acudir en nuestro auxilio-, para guardarnos sin caída al ser tentados, librándonos así de caer en el pecado. Acude a sostenernos, de tal manera que no caigamos en la tentación, sino que la conquistemos, y nos elevemos victoriosamente sobre ella, no pecando.

"Por tanto, teniendo un gran Pontífice, que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión" (Heb. 4:14). Y también por esa razón, "lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro".
Seguidamente, al invitarnos a considerar a nuestro Sumo Sacerdote en su fidelidad, leemos que "todo pontífice, tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios toca, para que ofrezca presentes y sacrificios por los pecados: Que se pueda compadecer de los ignorantes y extraviados, pues que él también está rodeado de flaqueza" (Heb. 5:1 y 2).
Y es por eso que, a fin de poder ser un misericordioso y fiel Sumo Sacerdote en lo que es para con Dios, y a fin de llevar a la gloria a muchos hijos, convenía que, en tanto que Capitán de la salvación de ellos, "él también estuviese rodeado de flaqueza", que padeciese siendo tentado, que fuese "varón de dolores, experimentado en quebranto". Así, "debía ser en todo" conocedor de la experiencia humana, para "que se pueda compadecer de los ignorantes y extraviados" verdaderamente. En otras palabras, a fin de poder "venir a ser misericordioso y fiel pontífice en lo que es para con Dios", debió ser hecho "consumado por aflicciones".

"Ni nadie toma para sí la honra [del sacerdocio], sino el que es llamado de Dios, como Aarón. Así también Cristo no se glorificó a sí mismo haciéndose Pontífice, mas el que le dijo: Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy; Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote eternamente, según el orden de Melchisedec. El cual en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído por su reverencial miedo. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; Y consumado [habiendo sido probado hasta la perfección, en todos los puntos], vino a ser causa de eterna salud a todos los que le obedecen; Nombrado de Dios pontífice según el orden de Melchisedec" (Heb. 5:4-10).
"Y por cuanto no fue sin juramento, (porque los otros [los del sacerdocio levítico] cierto sin juramento fueron hechos sacerdotes; mas éste, con juramento por el que le dijo: Juró el Señor y no se arrepentirá: Tu eres sacerdote eternamente según el orden de Melchisedec): tanto de mejor testamento es hecho fiador Jesús". Así, por sobre los demás, Jesús fue constituido sacerdote por juramento de Dios. Por lo tanto, "tenemos tal Pontífice".

Además, "los otros [de la orden de Aarón] cierto fueron muchos sacerdotes, en cuanto por la muerte no podían permanecer. Mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable" (Heb. 7:20-24). Es constituido sacerdote para siempre mediante juramento de Dios. Es también hecho sacerdote "según la virtud de vida indisoluble" (Heb. 7:16). Como consecuencia, "permanece para siempre" y por eso mismo "tiene un sacerdocio inmutable". Y debido a todo lo anterior, "puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos" (Heb. 7:25). "Tenemos tal Pontífice".
Y "tal pontífice nos convenía: santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como los otros sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus pecados, y luego por los del pueblo: porque esto lo hizo una sola vez, ofreciéndose a sí mismo. Porque la ley constituye sacerdotes a hombres flacos; mas la palabra del juramento, después de la ley, constituye al Hijo [Sumo Sacerdote], hecho perfecto para siempre" (Heb. 7:26-28).

LA SUMA

"Así que, la suma acerca de lo dicho es: Tenemos tal pontífice".
¿De qué es esa declaración el resumen, o suma?
1. De que aquel que era superior a los ángeles como Dios, fue hecho inferior a ellos como hombre.
2. De que aquel que era de la naturaleza de Dios, fue hecho de la naturaleza del hombre.
3. De que aquel que era en todas las cosas como Dios, fue hecho en todas las cosas como el hombre.
4. De que como hombre fue tentado en todo punto, tal como lo es el hombre, y no pecó jamás sino que fue en todo fiel al que lo constituyó.
5. De que como hombre fue tentado en todo punto como lo somos nosotros, pudiendo compadecerse de nuestras flaquezas, siendo perfeccionado por aflicciones para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice; y eso, por llamado de Dios.
6. De que, según la virtud de vida indisoluble (eterna), fue constituido Sumo Sacerdote.
7. Y de que lo fue por juramento de Dios.
Tales son las puntualizaciones que hace la Palabra de Dios, de las que la suma –o conclusión– es: "Tenemos tal pontífice".

Sin embargo, eso es solamente una parte de "la suma", ya que la declaración completa de tal resumen continúa en los términos: "Tenemos tal pontífice que se asentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".

En la tierra existía un santuario que el hombre había hecho o asentado. Es cierto que había sido construido y asentado de acuerdo con la dirección del Señor; sin embargo es muy diferente del santuario y verdadero tabernáculo que el Señor mismo construyó, y no hombre. Tanto como diferentes son las cosas hechas por Dios, en relación a las hechas por el hombre.

Hebreos 9 presenta una breve descripción de ese "santuario mundano" -o terrenal- y de su ministerio, así como un resumen de su significado. Cuesta imaginar una descripción más abarcante que esa, expresada en menos palabras que las empleadas en los versículos 2 al 12: "Porque el tabernáculo fue hecho: el primero, en el que estaban las lámparas, y la mesa, y los panes de la proposición; lo que llaman el Santuario. Tras el segundo velo estaba el tabernáculo, que llaman el lugar Santísimo; el cual tenía un incensario de oro, y el arca del pacto cubierta de todas partes alrededor de oro; en la que estaba una urna de oro que contenía el maná, y la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto; Y sobre ella los querubines de gloria que cubrían el propiciatorio; de las cuales cosas no se puede ahora hablar en particular. Y estas cosas así ordenadas, en el primer tabernáculo siempre entraban los sacerdotes para hacer los oficios de culto; Mas en el segundo, sólo el pontífice una vez en el año, no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo, y por los pecados de ignorancia del pueblo: Dando en esto a entender el Espíritu Santo, que aun no estaba descubierto el camino para el santuario, entre tanto que el primer tabernáculo estuviese en pie. Lo cual era figura de aquel tiempo presente, en el cual se ofrecían presentes y sacrificios que no podían hacer perfecto, cuanto a la conciencia, al que servía con ellos; Consistiendo sólo en viandas y en bebidas, y en diversos lavamientos, y ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de la corrección. Mas estando ya presente Cristo, pontífice de los bienes que habían de venir, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es a saber, no de esta creación; Y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, mas por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención".
Ese santuario no era sino una "figura" prevista para "aquel tiempo presente". En él los sacerdotes y sumos sacerdotes ofrecían y ministraban ofrendas y sacrificios. Pero todo ese sacerdocio, ministerio, ofrenda y sacrificio, lo mismo que el propio santuario, simplemente "era figura de aquel tiempo presente", ya que "no podían hacer perfecto, cuanto a la conciencia, al que servía con ellos".

El propio santuario y el tabernáculo no eran sino una figura del santuario y el verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre.

El sumo sacerdote de aquel santuario no era sino una figura de Cristo, verdadero Sumo Sacerdote del santuario y verdadero tabernáculo.

El ministerio del sumo sacerdote del santuario terrenal no era otra cosa que una figura del ministerio de Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote "que se asentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".

Las ofrendas del sacerdocio, en el ministerio del santuario terrenal, no eran sino figura de la ofrenda de Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, en su ministerio en el santuario y verdadero tabernáculo.

Así, Cristo constituía la verdadera sustancia y significado de todo el sacerdocio y servicio del santuario terrenal. Si se considera alguna parte del sacerdocio o servicio como ajena a ese significado, deja inmediatamente de tener sentido. Y tan ciertamente como Cristo es el verdadero Sacerdote de los cristianos, representado en figura en el sacerdocio levítico; tan ciertamente el santuario del que Cristo es ministro es el verdadero santuario para todo cristiano, del cual era figura el santuario terrenal, en la dispensación levítica. Dice pues la Escritura: "si [Cristo] estuviese sobre la tierra, ni aun sería sacerdote, habiendo aun los sacerdotes que ofrecen los presentes según la ley; Los cuales sirven de bosquejo y sombra de las cosas celestiales, como fue respondido a Moisés cuando había de acabar el tabernáculo: Mira, dice, haz todas las cosas conforme al dechado que te ha sido mostrado en el monte" (Heb. 8:4 y 5).

"Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas con estas cosas [sacrificios terrenales]; empero las mismas cosas celestiales con mejores sacrificios que estos. Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el mismo cielo para presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios". Y fue "en el mismo cielo", en la dispensación cristiana, donde fue visto el trono de Dios, el altar de oro y un ángel con el incensario de oro, ofreciendo incienso con las oraciones de los santos, "y el humo del incienso subió de la mano del ángel delante de Dios, con las oraciones de los santos" (Apoc. 4:5; 8:2-4). En ese mismo tiempo se vio también "en el mismo cielo", el templo de Dios: "Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su testamento fue vista en su templo" (Apoc. 11:19; 15:5-8; 16:1). Asimismo se vieron allí "siete lámparas de fuego... ardiendo delante del trono" (Apoc. 4:5). Allí fue visto también uno semejante al Hijo del hombre, vestido de ropajes sumo sacerdotales (Apoc. 1:13).

Existe, por lo tanto, un santuario cristiano -del cual era figura el primer santuario- tan ciertamente como existe un sumo sacerdocio cristiano -del que era figura el sumo sacerdocio terrenal-. Y Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, ejerce un ministerio en ese santuario cristiano, de igual forma en que había un ministerio en el sacerdocio terrenal, ejercido en el santuario de esta tierra. Y "la suma acerca de lo dicho es: Tenemos tal pontífice que se asentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; Ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".

Y YO HABITARÉ ENTRE ELLOS

Cuando Dios dio a Israel las directrices originales para la construcción del santuario que iba a ser figura para aquel tiempo presente, dijo: "Y hacerme han un santuario, y yo habitaré entre ellos" (Éx. 25:8).

El objetivo del santuario era que el Señor pudiese habitar entre ellos. Su propósito queda más plenamente revelado en los siguientes textos: "Y allí testificaré de mí a los hijos de Israel, y el lugar será santificado con mi gloria. Y santificaré el tabernáculo del testimonio y el altar: santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes. Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos: Yo Jehová su Dios" (Éx. 29:43-46; también Lev. 26:11 y 12).

El propósito no era simplemente que pudiera habitar en el sentido de asentar su santuario en medio del campamento de Israel. Esa fue la gran equivocación de Israel en relación con el santuario, de tal forma que perdió casi por completo el verdadero significado del mismo. Cuando el santuario fue erigido y situado en medio del campamento de Israel, muchos de los hijos de Israel pensaron que eso bastaba; supusieron que en eso consistía el que Dios fuese a habitar en medio de ellos.

Es cierto que mediante la Shekinah, Dios moraba en el santuario. Pero el edificio del santuario con su espléndido ornamento, asentado en medio del campamento, no constituía el todo del santuario. Además del magníficamente decorado edificio, estaban los sacrificios y ofrendas del pueblo; y los sacrificios y ofrendas en favor del pueblo. También los sacerdotes en el servicio continuo; y el sumo sacerdote en su sagrado ministerio. Sin todo ello el santuario habría sido para Israel poco más que algo vacío, incluso aunque el Señor morase allí.

Y ¿cuál era el significado y propósito de esas cosas? Veamos: Cuando alguno de los israelitas había "hecho algo contra alguno de los mandamientos de Jehová en cosas que no se han de hacer" siendo así "culpable", llevaba "de su voluntad" el cordero sacrificial a la puerta del tabernáculo. Antes que éste fuese ofrecido en sacrificio, el israelita que lo había traído ponía sus manos sobre la cabeza de la víctima y confesaba sus pecados "y él lo aceptará para expiarle". Entonces, el que había traído la víctima y confesado sus pecados, la degollaba. La sangre se recogía en una taza. Parte de la sangre "la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo" (altar de los holocaustos u ofrendas ardientes); otra parte de la sangre se ponía "sobre los cuernos del altar del perfume aromático, que está en el tabernáculo del testimonio"; y parte de ella se rociaba "siete veces delante de Jehová, hacia el velo del santuario"; el resto se echaba "al pie del altar del holocausto, que está a la puerta del tabernáculo del testimonio". El cordero mismo se quemaba sobre el altar de los holocaustos. Y de todo ese servicio se concluye: "y le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado". El servicio era similar en el caso del pecado y subsiguiente confesión del conjunto de la congregación. Se oficiaba asimismo un servicio análogo de forma continua -mañana y tarde- en favor de toda la congregación. Pero sea que los servicios fueran de carácter individual, o bien de carácter general, la conclusión venía siempre a resultar la misma: "y le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado" (ver Levítico, capítulos 1-5).
El ciclo del servicio del santuario se completaba anualmente. Y el día en el que se alcanzaba la plenitud del servicio, el décimo del mes séptimo, era especialmente "el día de la expiación", o la purificación del santuario. En ese día se concluía el servicio en el lugar santísimo. A ese día se refiere la expresión "una vez en el año", cuando "solo el pontífice" (o sumo sacerdote) entraba en el "lugar santísimo" o santo de los santos. Y del sumo sacerdote y su servicio en ese día, está escrito: "Y expiará el santuario santo, y el tabernáculo del testimonio; expiará también el altar, y a los sacerdotes, y a todo el pueblo de la congregación" (Lev. 16:2-34; Heb. 9:2-8).

Así, los servicios del santuario en el ofrecimiento de los sacrificios y la ministración de los sacerdotes, y particularmente de los sumo sacerdotes, tenía por fin hacer expiación; perdonar y alejar los pecados del pueblo. Por causa del pecado y la culpa, por haber hecho "algo contra alguno de todos los mandamientos de Jehová su Dios, sobre cosas que no se han de hacer", era necesario hacer expiación o reconciliación, y obtener perdón. El término expiación o reconciliación, contiene la idea de ‘unidad de mente’. El pecado y la culpa habían separado a los israelitas de Dios. Mediante esos servicios se llegaban a reconciliar (hechos uno) con Dios. Perdonar significa ‘dar por’. Perdonar el pecado es dar por el pecado. El perdón de los pecados viene únicamente de Dios. ¿Qué es lo que Dios da? ¿qué es lo que dio por el pecado? Dio a Cristo, y Cristo "se dio a sí mismo por nuestros pecados" (Gál. 1:4; Efe. 2:12-16; Rom. 5:8-11).

Por lo tanto, cuando un individuo o toda la congregación de Israel había pecado y deseaba perdón, todo el plan y problema del perdón, reconciliación, y salvación, se desplegaban ante la presencia del pecador. El sacrificio que se ofrecía, lo era por la fe en el sacrificio que Dios ya había realizado al entregar a su Hijo por el pecado. Es en esa fe que Dios aceptaba a los pecadores, y estos recibían a Cristo en lugar de su pecado. Eran así reconciliados con Dios, o hechos uno con él (expiación). Es así como Dios moraría en medio de ellos: es decir, habitaría en cada corazón y moraría en cada vida, para convertir ésta en algo "santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores". Y el hecho de asentar el tabernáculo en medio del campamento de Israel era una ilustración, una lección objetiva y una evocación de la verdad de que él habitaría en medio de cada individuo (Efe. 3:16-19).

Algunos de entre los de la nación, en toda época, vieron en el santuario esta gran verdad salvadora. Pero como un cuerpo, en la globalidad del tiempo, Israel perdió este concepto; y deteniéndose únicamente en el pensamiento de que Dios habitase en el tabernáculo en medio del campamento, dejaron de alcanzar el gozo de la presencia personal de Dios morando en sus vidas individuales. En correspondencia con ello, su adoración se transformó únicamente en formalista y de carácter externo, mas bien que de carácter interior y espiritual. De esa forma, sus vidas continuaron siendo irregeneradas y desprovistas de santidad; y así, aquellos que salieron de Egipto perdieron la gran bendición que Dios tenía para ellos, y "cayeron en el desierto" (Heb. 3:17-19).

Tras haber entrado en tierra de Canaán, el pueblo cometió idéntico error. Pusieron su dependencia en el Señor solamente como aquel que moraba en el tabernáculo, y no permitieron que el tabernáculo y su ministerio fuesen los medios por los que el Señor morase en ellos mismos por la fe. Consecuentemente, sus vidas no hicieron otra cosa excepto progresar en la maldad, de forma que Dios permitió que el tabernáculo fuese destruido, y que los paganos tomaran cautiva el arca de Dios (Jer. 7:12; 1 Sam. 4:10-22) a fin de que el pueblo pudiese aprender a ver, encontrar y adorar a Dios, individualmente. Es así como experimentarían la morada de Dios con ellos de forma individual.

Tras haber faltado en Israel por unos cien años el tabernáculo y su servicio, David lo restauró, y fue ensamblado en el gran templo que Salomón edificó. Pero nuevamente se fue perdiendo de vista su verdadero propósito. El formalismo, con la maldad que lo acompaña, fueron incrementando progresivamente, hasta que el Señor se vio compelido a exclamar, tocante a Israel: "Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me darán buen olor vuestras asambleas. Y si me ofreciereis holocaustos y vuestros presentes, no los recibiré; ni miraré a los pacíficos de vuestros engordados. Quita de mí la multitud de tus cantares, que no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Antes corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo" (Amós 5:21-24).

También en relación con Judá fue compelido a un clamor similar, que Isaías expresa así: "Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra. ¿Para qué a mí, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Harto estoy de holocaustos de carneros, y de sebo de animales gruesos: no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demandó esto de vuestras manos, cuando vinieseis a presentarlos delante de mí, para hollar mis atrios? No me traigáis más vano presente: el perfume me es abominación: luna nueva y sábado, el convocar asambleas, no las puedo sufrir: son iniquidad vuestras solemnidades. Vuestras lunas nuevas y vuestras solemnidades tienen aborrecida mi alma: me son gravosas; cansado estoy de llevarlas. Cuando extendiereis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos: asimismo cuando multiplicareis la oración, yo no oiré: llenas están de sangre vuestras manos. Lavad, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de ante mis ojos; dejad de hacer lo malo: Aprended a hacer bien; buscad juicio, restituid al agraviado, oíd en derecho al huérfano, amparad a la viuda. Venid luego, dirá Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana" (Isa. 1:10-18).

Sin embargo no se prestó oído a sus ruegos, por lo tanto Israel fue llevado cautivo y la tierra desolada a causa de su maldad. Igual suerte pendía sobre Judá. Y ese peligro de Judá surgía del mismo gran tema que el Señor se había esforzado siempre por enseñar a la nación, y que ésta no había aún aprendido: se habían aferrado al templo y al hecho de que la presencia de Dios habitase en ese templo como el gran fin, en lugar de comprenderlo como el medio para lograr el gran fin, que consistía en que mediante el templo y su ministerio, al proporcionar perdón y reconciliación, Aquel que moraba en el templo viniera a hacer morada en ellos mismos. Así, el Señor clamó una vez más por su pueblo en boca de Jeremías a fin de salvarlos de ese error, haciendo así posible que viesen y recibiesen la gran verdad del genuino significado y propósito del templo y su servicio.

Dijo: "He aquí, vosotros os confiáis en palabras de mentira, que no aprovechan. ¿Hurtando, matando, y adulterando, y jurando falso, e incensando a Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis. Vendréis y os pondréis delante de mi en esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, y diréis: Librados somos: para hacer todas estas abominaciones? ¿Es cueva de ladrones delante de vuestros ojos esta casa, sobre la cual es invocado mi nombre? He aquí que también yo veo, dice Jehová. Andad empero ahora a mi lugar que fue en Silo, donde hice que morase mi nombre al principio, y ved lo que le hice por la maldad de mi pueblo Israel. Ahora pues, por cuanto habéis vosotros hecho todas estas obras, dice Jehová, y bien que os hablé, madrugando para hablar, no oísteis, y os llamé, y no respondisteis; Haré también a esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, en la que vosotros confiáis, y a este lugar que os di a vosotros y a vuestros padres, como hice a Silo: Que os echaré de mi presencia como eché a todos vuestros hermanos, a toda la generación de Efraim. Tú pues, no ores por este pueblo, ni levantes por ellos clamor ni oración, ni me ruegues; porque no te oiré... ¡Oh si mi cabeza se tornase aguas, y mis ojos fuentes de aguas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo! ¡Oh quién me diese en el desierto un mesón de caminantes, para que dejase mi pueblo, y de ellos me apartase! Porque todos ellos son adúlteros, congregación de prevaricadores. E hicieron que su lengua, como su arco, tirase mentira; y no se fortalecieron por verdad en la tierra: porque de mal en mal procedieron, y me han desconocido, dice Jehová" (Jer. 7:8-16; 9:1 y 3).

¿Cuáles eran específicamente las "palabras de mentira" en las que confiaba el pueblo? Helas aquí: "No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová , templo de Jehová es éste" (Jer. 7:4). Es perfectamente manifiesto que el pueblo, si bien entregado a las formas de adoración y del servicio del templo, lo vivió meramente como formas, perdiendo completamente el propósito del templo y sus servicios, que no era otro que el que Dios pudiese reformar y santificar las vidas del pueblo, morando individualmente en ellos. Y habiendo perdido todo eso, la maldad de sus corazones no hizo sino manifestarse cada vez más. Es por esa razón por la que todos sus sacrificios, adoración y plegarias vinieron a ser una ruidosa burla, en tanto en cuanto sus corazones y vidas nada sabían de conversión y santidad.

Por todo ello, "palabra que fue de Jehová a Jeremías, diciendo: Ponte a la puerta de la casa de Jehová, y predica allí esta palabra, y di: Oíd palabra de Jehová, todo Judá, los que entráis por estas puertas para adorar a Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Mejorad vuestros caminos y vuestras obras, y os haré morar en este lugar. No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste. Mas si mejorareis cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con exactitud hiciereis derecho entre el hombre y su prójimo, ni oprimiereis al peregrino, al huérfano, y a la viuda, ni en este lugar derramareis la sangre inocente, ni anduviereis en pos de dioses ajenos para mal vuestro; Os haré morar en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres para siempre" (Jer. 7:1-7).
En lugar de permitir que se cumpliera en ellos el gran propósito de Dios mediante el templo y sus servicios, lo que hicieron fue pervertir completamente ese propósito. En lugar de permitir que el templo y sus servicios, que Dios en su misericordia había establecido entre ellos, les enseñase la forma en que él mismo habitaría entre ellos morando en sus corazones y santificando sus vidas, lo que hicieron fue excluir ese verdadero sentido del templo y sus servicios, pervirtiéndolo totalmente al emplearlo como pretexto para sancionar la maldad abyecta y encubrir la más profunda e insondable carencia de santidad.

Para un sistema tal, no existía otro remedio que la destrucción. En consecuencia, la ciudad fue sitiada y tomada por los paganos. El templo, "la casa de nuestro santuario y de nuestra gloria" fue destruida. Y habiéndose convertido la ciudad y el templo en un montón de ruinas ennegrecidas, el pueblo fue llevado cautivo a Babilonia, donde en su pesar y sentimiento profundo de inmensa pérdida, buscaron, encontraron y adoraron al Señor de tal forma que significó una reforma en sus vidas, hasta el punto de que si hubiera ocurrido mientras el templo estaba aún en pie, éste habría podido permanecer para siempre (Sal. 137:1-6).

Dios sacó de Babilonia a un pueblo humilde y reformado. Su santo templo se reedificó y los servicios fueron restaurados. Nuevamente el pueblo habitó en su ciudad y en su tierra. Pero una vez más se reprodujo la apostasía. Siguió un curso idéntico hasta que, cuando Jesús, el gran centro del templo y sus servicios, vino a los suyos, continuaba prevaleciendo el mismo viejo estado de cosas (Mat. 21:12 y 13; 23:13-32). Fueron capaces de asediarlo y perseguirlo hasta la muerte de lo profundo de su corazón, mientras que externamente eran tan "santos" que se abstuvieron de traspasar el porche del pretorio de Pilato "por no ser contaminados" (Juan 18:28).

Y el llamado del Señor al pueblo continuaba siendo el mismo que en lo antiguo: debían encontrar en sus propias vidas personales el significado del templo y sus servicios, y ser salvos así de la maldición que había perseguido a la nación a lo largo de su historia a causa del mismo gran error que ellos estaban repitiendo. Es por ello que Jesús, estando cierto día en el templo, dijo a la multitud que estaba presente: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue este templo edificado, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo" (Juan 2:19-21). Cuando Jesús, en el templo, habló esas palabras a la gente, refiriéndose al "templo de su cuerpo", estaba en realidad intentando -como lo había hecho durante toda la historia pasada de ellos- que pudiesen apercibirse de que el gran propósito del templo y sus servicios fue siempre que a través del ministerio y los servicios allí efectuados Dios pudiese andar y morar en ellos mismos del mismo modo en que moraba en el templo, haciendo santa su habitación en ellos mismos, lo mismo que su morada en el templo convertía ese lugar en santo. Así, al morar y andar Dios en ellos, sus cuerpos serían verdaderamente templos del Dios viviente (2 Cor. 6:16; 1 Cor. 3:16 y 17; Lev. 26:11 y 12; 2 Sam. 7:6 y 7).

Sin embargo ni siquiera entonces comprendieron esa verdad. No querían ser reformados. No querían que el propósito del santuario se cumpliera en ellos mismos: no deseaban que Dios morase en ellos. Rechazaron a aquel que vino personalmente para mostrarles el verdadero propósito y el verdadero Camino. Por lo tanto, una vez más, no hubo otro remedio que la destrucción. Una vez más su ciudad fue tomada por los paganos. También el templo, "la casa de nuestro santuario y de nuestra gloria", fue pasado por el fuego. Fueron asimismo llevados cautivos, y fueron dispersados para siempre, para andar "errantes entre las gentes" (Ose. 9:17).
Es preciso recalcar una vez más que el santuario terrenal, el templo con su ministerio y servicios como tales, no eran sino una figura del verdadero, el que existía entonces en el cielo, con su ministerio y servicios. Cuando a Moisés se le presentó por primera vez el concepto del santuario para los israelitas, el Señor le dijo: "Mira, y hazlos conforme a su modelo, que te ha sido mostrado en el monte" (Heb. 8:5; Éx. 25:40; 26:30; 27:8). El santuario en la tierra era, pues, una figura del verdadero, en el sentido de ser una representación del mismo. El ministerio y los servicios en el terrenal eran "figuras del verdadero", en el sentido de ser un "modelo", "las figuras de las cosas celestiales" (Heb. 9:23 y 24).

El verdadero santuario del que el terrenal era figura, el original del que ese era modelo, existía entonces. Pero en las tinieblas y confusión de Egipto, Israel había perdido la clara noción de eso, lo mismo que de tantas otras cosas que habían estado claras para Abraham, Isaac y Jacob; y mediante esa lección, Dios les proporcionaría el conocimiento del verdadero santuario. No era, por lo tanto, una figura en el sentido de ser el anticipo de algo que vendría y que no existía todavía; sino una figura en el sentido de ser una lección objetiva y representación visible de aquello que existía pero que era invisible, a fin de ejercitarlos en una experiencia de fe y verdadera espiritualidad que les capacitase para ver lo invisible.

Y por medio de todo ello Dios les estaba revelando, lo mismo que a todo el pueblo para siempre, que es por el sacerdocio, ministerio y servicio de Cristo en el santuario o templo celestial como él mora entre los hombres. Les estaba revelando que en esa fe de Jesús se ministran a los hombres el perdón de los pecados y la expiación o reconciliación, de forma que Dios habita en ellos y anda en medio de ellos, siendo él su Dios y ellos su pueblo; y son apartados así de toda la gente que puebla la faz de la tierra: separados para Dios como sus auténticos hijos e hijas para ser edificados en perfección, en el conocimiento de Dios (Éx. 33:15 y 16; 2 Cor. 6:16-18; 7:1).